28 de junio de 2011

Abrirían su correspondencia, hojearían los periódicos.
Encenderían un primer cigarrillo. Saldrían.
Su trabajo no les retendría sino unas horas
por la mañana. Volverían a encontrarse para comer:
un sandwich o carne a la parrilla, según
les apeteciera; se tomarían un café en una terraza,
y luego regresarían a su casa a pie, lentamente.
Su apartamento raramente estaría ordenado,
pero su desorden mismo sería su mayor atractivo.
Apenas se ocuparían de él: vivirían en él. El
cómodo ambiente les parecería algo habitual, un
dato inicial, un estado natural. Pondrían su interés
en otras cosas: en el libro que abrirían, en el
texto que escribirían, en el disco que escucharían,
en su diálogo, renovado día a día. Trabajarían
durante mucho tiempo, sin fiebre y sin prisa, sin
amargura. Luego cenarían o saldrían a cenar, se
encontrarían con sus amigos, pasearían juntos.

 
A veces les parecería que podría transcurrir
armoniosamente una vida entera entre aquellos
muros cubiertos de libros, entre aquellos objetos
tan perfectamente domesticados que habrían acabado
por creerlos hechos desde siempre para que
los usaran ellos únicamente, entre aquellas cosas
bellas y sencillas, suaves, luminosas. Pero no se
sentirían encadenados a ellas: ciertos días saldrían
en busca de la aventura. Ningún plan sería
imposible para ellos. No conocerían el rencor, ni
la amargura, ni la envidia. Pues sus medios y sus
deseos estarían acordes en todos los puntos, siempre.
Llamarían a este equilibrio felicidad, y, gracias
a su libertad, a su prudencia, a su cultura,
sabrían conservarla, descubrirla en cada instante
de su vida común.



Fragmento del libro "Las Cosas" de Georges Perec.

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